Noticias | Centro de Estudios Maximalistas
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Lo que dice la estética de esta década sobre la sociedad y el modo de comunicar que deberíamos adoptar

Se acabó la estética «Mr Wonderful» de mensajes tontamente optimistas y tipografías que imitaban las irregularidades del pulso. Los nuevos modelos de coches son más angulosos. Las maquetaciones de revistas y folletos parecen primar la previsibilidad y el orden. Nadie parece echar de menos ya las esquinas redondeadas en las webs ni los huevos de Pascua festivos en el software. En las nuevas publicaciones reinan el ángulo recto y los filetes minimalistas para separar claramente contenidos. La espontaneidad y la sorpresa parecen arriesgadas, la alegría demasiado cercana a la banalidad.

La estética aburrida que nos rodea en lo que va de década habla de una sociedad que necesita agarres y seguridad y a falta de realidades materiales y sociales que los provean busca sedantes en lo simbólico.

El ánimo social y las expectativas estéticas que genera influyen en todo: desde la respuesta que reciba un curriculum a la reacción anímica frente a una presentación. Y sobre todo, en la forma en que sea recibido un mensaje.

¿Tendremos que mostrarnos más oscuritos, más serios, más adustos para ser entendidos y valorados mejor?

Seguramente la cosa vaya más por destacar lo comunitario, lo colectivo y lo cooperativo como una forma de proveer seguridad y bienestar sostenibles a sus miembros y al entorno. También de remarcar el nexo con lo que se cree o percibe como tradicional: aunque normalmente no sea más que una idealización poco realista, resulta cada vez más tentadora para la mayoría. La ruralidad tal y como es imaginada en las ciudades, da confianza, y en el paso de la época de las redes a la de la IA, la innovación no es atractiva por sí misma.

Pero lo importante -y preocupante- es constatar que el futuro es, para cada vez más gente, un lugar en inquietante penumbra.

Nuestro mensaje, cualquier mensaje en estos años que quiera movilizar lo mejor del que escucha, debería centrarse en transmitir que el futuro no es más que el resultado de la acción colectiva y constructiva de hoy. Y que por éso, será todo lo luminoso, curvo, colorido y felizmente sorprendente que sepamos hacerlo.
Vid en espaldera (arriba) y en vaso (abajo)
Lo mecánico y lo orgánico a la hora de organizar un grupo humano

Según la vieja distinción establecida por Martin Buber, casi todas los grupos humanos actuales, los que nos han «educado» sobre qué es una organización del tipo que sea -estado, mercado, empresa, asociación, cooperativa...- son organizaciones «mecánicas».

Una organización «mecánica» es poco más que una estructura de normas e incentivos que intenta generar y perpetuar a través de ambas cosas unos comportamientos y fines determinados. En el límite, las leyes congelan las estructuras mecánicas haciéndolas obligatorias en lo que se llama una «forma jurídica».

Dos ejemplos: una sociedad limitada que dedicara sistemáticamente una parte relevante, no cosmética, de sus excedentes a acción social sería como mínimo sospechosa de fraude por reducir sus beneficios «a costa» de sus socios. Si quiere hacerlo tiene que dar acciones a una fundación -y que esta se alimente de los beneficios- o convertirse en cooperativa.

Pero no creamos que la llamada «forma cooperativa» es menos mecánica. Sin ir más lejos la ley de cooperativas establece imperativamente que los estatutos de una coop tengan un capítulo de «régimen disciplinario», con posibles faltas de tres tipos y toda una gama de sanciones para cada caso.

La alternativa a lo mecánico es lo «orgánico». Lo orgánico es el producto del desarrollo colectivo basado en el consenso. Para Buber era lo único realmente comunitario y lo que prefiguraba una sociedad futura libre de coerción social.

Si una comunidad fuera una vid, la forma mecánica de su desarrollo sería una espaldera. Antes de que la planta creciera ya sabríamos que forma iba a tomar. Cualquiera que haya visto una vid en espaldera sabe que es una especie de crucifixión vegetal cuyo objetivo es precisamente «mecanizar» la producción.

Si dejamos de lado podas y limpiezas, la forma orgánica de crecimiento de una vid solitaria sería «en vaso». La planta, por sí misma, guiaría su crecimiento. Las vides en vaso crecen en volumen, hacia todos lados, no se ven obligadas a remedar un plano bidimensional retorciéndose contra natura.

El diseño mecánico, en espaldera, de comunidades y colectividades corresponde al pensamiento utópico y replica la vieja imagen del «autómata social» de la que ya hemos hablado en alguna ocasión. Su artificiosidad hace imposible que perdure. Una organización, del tipo que sea, no son sus normas, premios y castigos. Entender el comportamiento humano desde la estrecha lógica de los «incentivos» individuales implica entender a las personas aisladas y en competencia, ignorando el conjunto, las relaciones de todos con todos y con el entorno, como lo verdaderamente determinante.

¿Alguien sabe que fue de toda aquella explosión de «comunidades» digitales estructuradas a partir de criptomonedas que premiaban los comportamientos deseados por sus creadores y prometían crear benéficas islas sociales? Sólo sobreviven las que se fundieron en el mercado general más o menos especulativo, como Ethereum. Pero difícilmente nadie puede pensar que Ethereum sea la columna vertebral de una comunidad en ningún sentido de la palabra.

Lo orgánico es otra cosa. No puede pensarse ni crearse al modo en que se construye un autómata. No es una forma en la que encaja gente. Debe partir de consensos sólidos y profundos sobre valores, objetivos y formas de relación, normalmente incubados en relaciones previas más o menos largas.

Debe tener raíces.
‼️‼️‼️‼️‼️‼️‼️Noticia importante‼️‼️‼️‼️‼️‼️‼️

El taller intensivo sobre Colectividades del día 9 de junio se traslada al día 16 de junio 🔆 por consenso de los compañeros que estaban ya inscritos.

Vendrán compañeros desde lugares tan distantes de Extremadura como Tenerife y Granada y el encuentro y el taller cada día prometen ser más diversos y fructíferos.

Aún estás a tiempo de inscribirte dejando un mensaje en @maximalistabot. Aprovecha esta nueva oportunidad si puedes 😊

https://maximalismo.org/intensivo-badajoz-6-2023.html
#Talleres. Hemos preparado un guión para el intensivo de tres días sobre colectividades del próximo 16 de junio. Como veréis, va a ser intenso y tiene un poco de todo. Algunas cosas están sólo esbozadas y se desarrollarán en vivo, otras evolucionarán en función del debate y los aportes de los participantes. Y el último día, el domingo, sólo sugerimos temas dejando la iniciativa a la conversación a partir de lo aprendido.
Siempre insistimos en que es muy difícil construir una colectividad sin un periodo previo de formación como comunidad y «sintonización» en torno a valores, objetivos y conocimiento. Dicho de otro modo: el #comunal se crea antes que la #colectividad.

Hebra, un grupo de Madrid que se ha ido conformando durante seis años, nos escribe ahora para contarnos que ya están listos para comprar una tierra y establecerse.

El modelo que han elegido para estructurar su comunidad es el de cooperativa de vivienda con derecho de uso. Es decir, en el centro de su hacer no pondrán el trabajo colectivo -al modelo maximalista- sino la vivienda colectiva, por lo que es de esperar que cada uno mantenga su ocupación y fuentes de ingresos individuales aportando una parte regularmente al comunal. Lo explicarán en un próximo evento en Madrid.

Les deseamos lo mejor, les seguiremos atentos y quedamos a disposición para compartir nuestras experiencias e investigaciones históricas con ellos y con todos los que se animen a buscar soluciones a sus necesidades en torno a la creación de un comunal del tipo y la amplitud que sea.
Sobre la centralidad del trabajo

A raíz de la nota de ayer, recibimos un par de mensajes a través de @maximalistabot preguntándonos por qué eso de la «centralidad del trabajo» era tan importante para nosotros.

Antes de nada una advertencia: trabajo no es lo mismo que trabajo asalariado y a muchos de nuestros efectos es, en realidad, lo contrario.

El trabajo asalariado es el que se realiza en horas de uso de nuestras capacidades físicas e intelectuales que previamente hemos vendido a otro u otros. El trabajo asalariado es un tipo particular de forma de organizar el trabajo de una sociedad, una forma que no existe «desde siempre» ni es más ni menos «natural» que la esclavitud, la servidumbre o el trabajo servil.

Por contra, el trabajo en general, es toda transformación intencionada del medio social o natural. Trabajo es lo que hacemos para cambiar nuestro entorno y producir algo socialmente útil, es decir, útil desde el punto de vista de la sociedad en la que vivimos.
Tiene por eso una característica importante: el trabajo es siempre social. La labor del pescador solitario no es trabajo cuando pesca sólo para sí. Es trabajo cuando su objetivo es compartir su captura con otros sea porque vendió esas horas a un patrón y tiene que entregarle lo pescado, sea como parte de las obligaciones de un comunal -el pescador que lleva la pesca a casa para que cenen sus hijos-, sea como una donación o como una mercancía que venderá en la lonja.

Y aquí es cuando la cosa se pone interesante, porque con cualquier ejemplo vemos ya que el trabajo no es algo puntual. Cada sociedad y cada grupo humano se organizan en realidad en torno a un conjunto de formas y relaciones que sirven para que el conjunto del trabajo -el «trabajo social»- satisfaga las necesidades colectivas. En primer lugar aquellas que se consideran tales porque si no se satifacen, el sistema social no alcanzaría sus fines: el siervo «tiene que» producir lo suficiente como para mantener a sus señores sin que estos trabajen, el asalariado «tiene que» contribuir a las ganancias de la empresa o ésta cerrará, etc.

Se espera además del trabajo social que satisfaga el grado más alto posible de las necesidades humanas universales, desde las alimenticias a las culturales pasando por las sanitarias. Y dentro de estas necesidades universales, especialmente las más básicas para la supervivencia de cada uno: comer, beber, protegerse de la intemperie, recuperarse del esfuerzo, etc. No suele considerarse exitoso -ni sostenible para sus dirigentes- un sistema social que es incapaz de asegurar razonablemente la supervivencia de la mayor parte de sus miembros.

Es decir, las distintas sociedades y los modos de organización económica que le dan sustento y los condicionan se estructuran en torno a la organización del trabajo social. La centralidad del trabajo no es un «deber ser», ha sido y es la realidad de toda sociedad humana.
Lo que suele llamarse «naturaleza humana» tiene poco de natural y mucho de histórico, ha cambiado conforme cambiaban los requerimientos de la forma particular que la organización del trabajo tomara en cada época y lugar. Sin embargo, si ha habido una constante en la personalidad de los humanos individualmente tomados durante los últimos 350.000 años ha sido sentir la necesidad de pertenecer, de ser parte de la comunidad que aseguraba su supervivencia. La forma de sentir y desarrollar esta pertenencia es el aporte. Nos sentimos parte de un colectivo o una comunidad no tanto en función de lo que recibamos de ella, sino en función del aporte que se nos reconozca y en el que nos reconozcamos.

Dicho de otro modo, queremos ser útiles, queremos sentir que nuestro trabajo sirve a los que nos rodean. Necesitamos sentir que el trabajo que hacemos es útil para nuestras familias y entorno. Todo él, desde fregar el suelo o encalar la casa al que realizamos para una empresa que nos paga un salario que luego aportamos al comunal familiar.

El trabajo colectivo además genera conocimiento. Al transformar nuestro medio social y natural aprendemos más sobre él. Y lo aprendemos con otros, el conocimiento generado es también algo colectivo. A escala social la ciencia y el conocimiento que una sociedad genera y aprovecha se relaciona de forma directa con sus capacidades productivas. Si algún individuo va más mucho más lejos difícilmente su aporte tomará vuelo. Ahora podemos complacernos con el carácter futurista y «visionario» de las máquinas voladoras de Leonardo de Vinci o el atomismo de Epicuro, pero en su época no había cómo transformar ninguna de ambas propuestas en base de nuevas actividades humanas.

Ahora unamos las piezas poniendo el foco en una colectividad.
Empecemos por lo más básico, si el trabajo es el centro que articula la vida comunitaria, es el único caso en que podemos decir realmente que es la propia colectividad la que se organiza. Porque, si no, ¿qué alternativas hay?

La principal: las comunidades de «ingresos compartidos». En ellas los miembros trabajan para otros pero entregan sus salarios totalmente o en una parte significativa a un fondo común para su gestión colectiva.

Esto tiene inconvenientes graves:

1. Las empresas para las que trabajen cada uno de los miembros serán las que organicen la mayor parte del tiempo de sus vidas. Nada más y nada menos que cuarenta horas semanales más transportes... como mínimo.

Es decir, si somos sinceros, este tipo de colectividades sólo pueden ser «comunidades de tiempo libre» porque para desarrollar su vida colectiva sólo les queda el tiempo que les «deje libre» al final del día el trabajo que hacen cada cual para otros.

2. El campo para el aprendizaje colectivo y los aportes de cada uno se estrechan y con ellos el comunal y las posibilidades de pertenencia y «realización personal». ¿Sobre qué va a surgir el conocimiento colectivo? ¿Sobre las actividades de tiempo libre y los hobbies, así se basen en valores políticos y filosóficos profundos y compartidos por sus miembros? ¿Qué trayectoria tiene eso a largo plazo?

3. Tarde o temprano la principal actividad colectiva no será otra que gestionar el dinero recaudado. La colectividad se convierte así en un espacio centrado en la discusión de los consumos sobre la base de unas necesidades que difícilmente podrán entenderse más allá de la suma de necesidades particulares por muy buena voluntad que le pongan todos.

El resultado inevitable es una forma particularmente insidiosa de escasez artificial y una cancha abierta a las tendencias al control burocrático de las vidas de cada cual contra las que tendrán que luchar permanentemente.

No es casualidad que las únicas colectividades que permiten a cada cual determinar lo que necesita sacar del fondo común para satisfacer responsablemente sus necesidades personales, sin someterlo a «comités» ni fiscalizaciones son colectividades que viven de lo que producen colectivamente. Y no, no somos sólo los maximalistas, ni estamos hablando de colectividades pequeñas: por ejemplo, Nieder Kaunfungen, en Kasel, Alemania, tiene más de 80 miembros adultos (niños se cuentan aparte) desde hace casi cuatro décadas.

4. Como la satisfacción de las necesidades de cada uno no surge del trabajo colectivo, las relaciones internas se mercantilizan necesariamente: al final uno aporta fundamentalmente dinero, así que el balance entre «lo que aporto» y «lo que recibo» difícilmente dejará de estar presente.

¿Hacian falta tantas alforjas para un viaje en el que al final toda la colectivización se reduce a una especie de «gran impuesto» sobre el salario? ¿Todo esto era para reinventar el famoso «modelo nórdico» con menos medios y seguir trabajando como asalariados?
El sistema de «ingresos compartidos», «income sharing», es un hijo del 68 que sigue siendo el elemento definitorio común de las comunidades igualitarias estadounidenses surgidas de aquel movimiento... y sigue estando en la base de sus problemas y dificultades, agravadas ahora por la ola identitarista de la izquierda de aquel país. A fin de cuentas podemos definirnos y relacionarnos con los demás por lo que hacemos con ellos (el trabajo) o por lo que «somos» (las esencias identitarias). Y cuando se abandona la centralidad del hacer juntos el espacio lo acaba tomando la obsesión por la identidad y sus estereotipos. No ocurre sólo en el mundo comunitario.

Por este lado del mundo el «income sharing» se convirtió en «novedad» con el boom de los kibutz urbanos de profesores y trabajadores sociales israelíes; y en los países nórdicos cobró relevancia con la aparición de grandes colectividades centradas en la crianza de los hijos de los miembros, pequeños pueblos ecológicos y pedagógicos que recavan un «impuesto» de alrededor del 80% sobre los ingresos de sus miembros.

El sistema de «comunidad de ingresos compartidos», forma parte de una tendencia, de la que es parte también la «cooperativa de vivienda en régimen de cesión de uso» que propone supuestas novedades que son, en realidad, «despieces» del modelo de la colectividad «clásica» o maximalista.

El problema de todos estos despieces es que orillan aquello que da sentido material y alimenta el desarrollo de conocimiento que define a cualquier comunidad humana: el trabajo colectivo.

Por eso, renunciar a la centralidad del trabajo colectivo es casi equivalente a renunciar a que haya una oportunidad de aporte y pertenencia a largo plazo para cada uno. Por eso, incluso en una colectividad de jubilados, como Trabensol, en la que por definición el trabajo para la consecución de ingresos está fuera de lo posible, el centro de la vida colectiva y del día de la mayoría de miembros está en el huerto.
¿Es la repoblación una causa comunitaria?

Como mostraba hace unas semanas un artículo en Science la destrucción medioambiental y la despoblación rural van de la mano en todo el mundo. El abandono de campos es la principal causa de destrucción de la biodiversidad en Europa Sur y buena parte de Asia y Africa.

Además, las supuestas «buenas noticias» de la agricultura ultraintensiva y la proliferación de parques fotovoltaicos sólo pueden aumentar los problemas ya existentes.

La ultraintensividad expulsa trabajo y aumenta el paro indefinido, tensa aun más el sistema hídrico -que ya estaba en jaque por las sequías y el cambio climático-, consume literalmente los suelos y destruye biodiversidad a mansalva. Las instalaciones fotovoltaicas, por su lado están ocupando los espacios de tierras productivas que, en el mismo marco, sufrían cada vez más las carencias de agua. La mayor parte de nuevos parques que vemos brotar a nuestro alrededor están levantándose sobre olivares extensivos e incluso sobre parcelas de viñedo alimentadas con pozos que ya no son lo que eran. Eso sí, para instalarlos contratan trabajadores... durante unos meses. Pero nada más.

Como es obvio, estas tendencias económicas, aunque movilizan muchos millones de euros de capital, no reman a favor de la repoblación y la revivificación rural. ¿Por qué va nadie a quedarse a vivir en un lugar con cada vez menos empleos y más desigualdad? ¿Por qué iba a mudarse nadie a un lugar con menos oportunidades laborales y un entorno natural empobrecido?

Pero ¿qué alternativas hay en el aquí y el ahora? Poca o ninguna individualmente. Ni el propietario de un puñado de hectáreas ni el trabajador tienen otra opción que adaptarse y seguir la corriente. Tampoco cabe esperar una solución salvífica del estado. Gobierne quien gobierne, el estado, como mucho, amortiguará los impactos más negativos a corto plazo de las transformaciones en marcha, pero no va a promover ni crear sistemas alternativos. Ya hemos visto como incluso los tímidos «eco-esquemas» de la nueva PAC se han ido maleando hasta quedar en nada.

¿Y entonces? El aquí pasa por la acción colectiva. Y el ahora sólo puede arrancar por el empeño de unos pocos con fe suficiente en la necesidad social como para creer que más temprano que tarde podrán convertirse en «muchos pocos».

Un poco de inspiración en el viejo y nada sospechoso Buber :

«Sólo la comunidad puede constituirse en poseedora responsable de tierras en común. Sólo el trabajo asociado puede ser el marco adecuado para la producción colectiva. Sólo la comunidad organizada, no el estado, puede generar una nueva forma de vida».

¿A quién se dirigía Buber? A una juventud que estaba descubriendo que no tenía ya espacio de desarrollo en las ciudades, que nadie iba a darle trabajo sino que debía «conquistarlo» por sí misma... y para eso «conquistar» la tierra, es decir, abandonar las ciudades e inventar una nueva forma de vida en el campo.

No suena muy distante del mundo que se presenta ante nosotros hoy. Eso sí, como entonces, hacen falta pioneros que den el primer paso.