Noticias | Centro de Estudios Maximalistas
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Siempre insistimos en que es muy difícil construir una colectividad sin un periodo previo de formación como comunidad y «sintonización» en torno a valores, objetivos y conocimiento. Dicho de otro modo: el #comunal se crea antes que la #colectividad.

Hebra, un grupo de Madrid que se ha ido conformando durante seis años, nos escribe ahora para contarnos que ya están listos para comprar una tierra y establecerse.

El modelo que han elegido para estructurar su comunidad es el de cooperativa de vivienda con derecho de uso. Es decir, en el centro de su hacer no pondrán el trabajo colectivo -al modelo maximalista- sino la vivienda colectiva, por lo que es de esperar que cada uno mantenga su ocupación y fuentes de ingresos individuales aportando una parte regularmente al comunal. Lo explicarán en un próximo evento en Madrid.

Les deseamos lo mejor, les seguiremos atentos y quedamos a disposición para compartir nuestras experiencias e investigaciones históricas con ellos y con todos los que se animen a buscar soluciones a sus necesidades en torno a la creación de un comunal del tipo y la amplitud que sea.
Sobre la centralidad del trabajo

A raíz de la nota de ayer, recibimos un par de mensajes a través de @maximalistabot preguntándonos por qué eso de la «centralidad del trabajo» era tan importante para nosotros.

Antes de nada una advertencia: trabajo no es lo mismo que trabajo asalariado y a muchos de nuestros efectos es, en realidad, lo contrario.

El trabajo asalariado es el que se realiza en horas de uso de nuestras capacidades físicas e intelectuales que previamente hemos vendido a otro u otros. El trabajo asalariado es un tipo particular de forma de organizar el trabajo de una sociedad, una forma que no existe «desde siempre» ni es más ni menos «natural» que la esclavitud, la servidumbre o el trabajo servil.

Por contra, el trabajo en general, es toda transformación intencionada del medio social o natural. Trabajo es lo que hacemos para cambiar nuestro entorno y producir algo socialmente útil, es decir, útil desde el punto de vista de la sociedad en la que vivimos.
Tiene por eso una característica importante: el trabajo es siempre social. La labor del pescador solitario no es trabajo cuando pesca sólo para sí. Es trabajo cuando su objetivo es compartir su captura con otros sea porque vendió esas horas a un patrón y tiene que entregarle lo pescado, sea como parte de las obligaciones de un comunal -el pescador que lleva la pesca a casa para que cenen sus hijos-, sea como una donación o como una mercancía que venderá en la lonja.

Y aquí es cuando la cosa se pone interesante, porque con cualquier ejemplo vemos ya que el trabajo no es algo puntual. Cada sociedad y cada grupo humano se organizan en realidad en torno a un conjunto de formas y relaciones que sirven para que el conjunto del trabajo -el «trabajo social»- satisfaga las necesidades colectivas. En primer lugar aquellas que se consideran tales porque si no se satifacen, el sistema social no alcanzaría sus fines: el siervo «tiene que» producir lo suficiente como para mantener a sus señores sin que estos trabajen, el asalariado «tiene que» contribuir a las ganancias de la empresa o ésta cerrará, etc.

Se espera además del trabajo social que satisfaga el grado más alto posible de las necesidades humanas universales, desde las alimenticias a las culturales pasando por las sanitarias. Y dentro de estas necesidades universales, especialmente las más básicas para la supervivencia de cada uno: comer, beber, protegerse de la intemperie, recuperarse del esfuerzo, etc. No suele considerarse exitoso -ni sostenible para sus dirigentes- un sistema social que es incapaz de asegurar razonablemente la supervivencia de la mayor parte de sus miembros.

Es decir, las distintas sociedades y los modos de organización económica que le dan sustento y los condicionan se estructuran en torno a la organización del trabajo social. La centralidad del trabajo no es un «deber ser», ha sido y es la realidad de toda sociedad humana.
Lo que suele llamarse «naturaleza humana» tiene poco de natural y mucho de histórico, ha cambiado conforme cambiaban los requerimientos de la forma particular que la organización del trabajo tomara en cada época y lugar. Sin embargo, si ha habido una constante en la personalidad de los humanos individualmente tomados durante los últimos 350.000 años ha sido sentir la necesidad de pertenecer, de ser parte de la comunidad que aseguraba su supervivencia. La forma de sentir y desarrollar esta pertenencia es el aporte. Nos sentimos parte de un colectivo o una comunidad no tanto en función de lo que recibamos de ella, sino en función del aporte que se nos reconozca y en el que nos reconozcamos.

Dicho de otro modo, queremos ser útiles, queremos sentir que nuestro trabajo sirve a los que nos rodean. Necesitamos sentir que el trabajo que hacemos es útil para nuestras familias y entorno. Todo él, desde fregar el suelo o encalar la casa al que realizamos para una empresa que nos paga un salario que luego aportamos al comunal familiar.

El trabajo colectivo además genera conocimiento. Al transformar nuestro medio social y natural aprendemos más sobre él. Y lo aprendemos con otros, el conocimiento generado es también algo colectivo. A escala social la ciencia y el conocimiento que una sociedad genera y aprovecha se relaciona de forma directa con sus capacidades productivas. Si algún individuo va más mucho más lejos difícilmente su aporte tomará vuelo. Ahora podemos complacernos con el carácter futurista y «visionario» de las máquinas voladoras de Leonardo de Vinci o el atomismo de Epicuro, pero en su época no había cómo transformar ninguna de ambas propuestas en base de nuevas actividades humanas.

Ahora unamos las piezas poniendo el foco en una colectividad.
Empecemos por lo más básico, si el trabajo es el centro que articula la vida comunitaria, es el único caso en que podemos decir realmente que es la propia colectividad la que se organiza. Porque, si no, ¿qué alternativas hay?

La principal: las comunidades de «ingresos compartidos». En ellas los miembros trabajan para otros pero entregan sus salarios totalmente o en una parte significativa a un fondo común para su gestión colectiva.

Esto tiene inconvenientes graves:

1. Las empresas para las que trabajen cada uno de los miembros serán las que organicen la mayor parte del tiempo de sus vidas. Nada más y nada menos que cuarenta horas semanales más transportes... como mínimo.

Es decir, si somos sinceros, este tipo de colectividades sólo pueden ser «comunidades de tiempo libre» porque para desarrollar su vida colectiva sólo les queda el tiempo que les «deje libre» al final del día el trabajo que hacen cada cual para otros.

2. El campo para el aprendizaje colectivo y los aportes de cada uno se estrechan y con ellos el comunal y las posibilidades de pertenencia y «realización personal». ¿Sobre qué va a surgir el conocimiento colectivo? ¿Sobre las actividades de tiempo libre y los hobbies, así se basen en valores políticos y filosóficos profundos y compartidos por sus miembros? ¿Qué trayectoria tiene eso a largo plazo?

3. Tarde o temprano la principal actividad colectiva no será otra que gestionar el dinero recaudado. La colectividad se convierte así en un espacio centrado en la discusión de los consumos sobre la base de unas necesidades que difícilmente podrán entenderse más allá de la suma de necesidades particulares por muy buena voluntad que le pongan todos.

El resultado inevitable es una forma particularmente insidiosa de escasez artificial y una cancha abierta a las tendencias al control burocrático de las vidas de cada cual contra las que tendrán que luchar permanentemente.

No es casualidad que las únicas colectividades que permiten a cada cual determinar lo que necesita sacar del fondo común para satisfacer responsablemente sus necesidades personales, sin someterlo a «comités» ni fiscalizaciones son colectividades que viven de lo que producen colectivamente. Y no, no somos sólo los maximalistas, ni estamos hablando de colectividades pequeñas: por ejemplo, Nieder Kaunfungen, en Kasel, Alemania, tiene más de 80 miembros adultos (niños se cuentan aparte) desde hace casi cuatro décadas.

4. Como la satisfacción de las necesidades de cada uno no surge del trabajo colectivo, las relaciones internas se mercantilizan necesariamente: al final uno aporta fundamentalmente dinero, así que el balance entre «lo que aporto» y «lo que recibo» difícilmente dejará de estar presente.

¿Hacian falta tantas alforjas para un viaje en el que al final toda la colectivización se reduce a una especie de «gran impuesto» sobre el salario? ¿Todo esto era para reinventar el famoso «modelo nórdico» con menos medios y seguir trabajando como asalariados?
El sistema de «ingresos compartidos», «income sharing», es un hijo del 68 que sigue siendo el elemento definitorio común de las comunidades igualitarias estadounidenses surgidas de aquel movimiento... y sigue estando en la base de sus problemas y dificultades, agravadas ahora por la ola identitarista de la izquierda de aquel país. A fin de cuentas podemos definirnos y relacionarnos con los demás por lo que hacemos con ellos (el trabajo) o por lo que «somos» (las esencias identitarias). Y cuando se abandona la centralidad del hacer juntos el espacio lo acaba tomando la obsesión por la identidad y sus estereotipos. No ocurre sólo en el mundo comunitario.

Por este lado del mundo el «income sharing» se convirtió en «novedad» con el boom de los kibutz urbanos de profesores y trabajadores sociales israelíes; y en los países nórdicos cobró relevancia con la aparición de grandes colectividades centradas en la crianza de los hijos de los miembros, pequeños pueblos ecológicos y pedagógicos que recavan un «impuesto» de alrededor del 80% sobre los ingresos de sus miembros.

El sistema de «comunidad de ingresos compartidos», forma parte de una tendencia, de la que es parte también la «cooperativa de vivienda en régimen de cesión de uso» que propone supuestas novedades que son, en realidad, «despieces» del modelo de la colectividad «clásica» o maximalista.

El problema de todos estos despieces es que orillan aquello que da sentido material y alimenta el desarrollo de conocimiento que define a cualquier comunidad humana: el trabajo colectivo.

Por eso, renunciar a la centralidad del trabajo colectivo es casi equivalente a renunciar a que haya una oportunidad de aporte y pertenencia a largo plazo para cada uno. Por eso, incluso en una colectividad de jubilados, como Trabensol, en la que por definición el trabajo para la consecución de ingresos está fuera de lo posible, el centro de la vida colectiva y del día de la mayoría de miembros está en el huerto.
¿Es la repoblación una causa comunitaria?

Como mostraba hace unas semanas un artículo en Science la destrucción medioambiental y la despoblación rural van de la mano en todo el mundo. El abandono de campos es la principal causa de destrucción de la biodiversidad en Europa Sur y buena parte de Asia y Africa.

Además, las supuestas «buenas noticias» de la agricultura ultraintensiva y la proliferación de parques fotovoltaicos sólo pueden aumentar los problemas ya existentes.

La ultraintensividad expulsa trabajo y aumenta el paro indefinido, tensa aun más el sistema hídrico -que ya estaba en jaque por las sequías y el cambio climático-, consume literalmente los suelos y destruye biodiversidad a mansalva. Las instalaciones fotovoltaicas, por su lado están ocupando los espacios de tierras productivas que, en el mismo marco, sufrían cada vez más las carencias de agua. La mayor parte de nuevos parques que vemos brotar a nuestro alrededor están levantándose sobre olivares extensivos e incluso sobre parcelas de viñedo alimentadas con pozos que ya no son lo que eran. Eso sí, para instalarlos contratan trabajadores... durante unos meses. Pero nada más.

Como es obvio, estas tendencias económicas, aunque movilizan muchos millones de euros de capital, no reman a favor de la repoblación y la revivificación rural. ¿Por qué va nadie a quedarse a vivir en un lugar con cada vez menos empleos y más desigualdad? ¿Por qué iba a mudarse nadie a un lugar con menos oportunidades laborales y un entorno natural empobrecido?

Pero ¿qué alternativas hay en el aquí y el ahora? Poca o ninguna individualmente. Ni el propietario de un puñado de hectáreas ni el trabajador tienen otra opción que adaptarse y seguir la corriente. Tampoco cabe esperar una solución salvífica del estado. Gobierne quien gobierne, el estado, como mucho, amortiguará los impactos más negativos a corto plazo de las transformaciones en marcha, pero no va a promover ni crear sistemas alternativos. Ya hemos visto como incluso los tímidos «eco-esquemas» de la nueva PAC se han ido maleando hasta quedar en nada.

¿Y entonces? El aquí pasa por la acción colectiva. Y el ahora sólo puede arrancar por el empeño de unos pocos con fe suficiente en la necesidad social como para creer que más temprano que tarde podrán convertirse en «muchos pocos».

Un poco de inspiración en el viejo y nada sospechoso Buber :

«Sólo la comunidad puede constituirse en poseedora responsable de tierras en común. Sólo el trabajo asociado puede ser el marco adecuado para la producción colectiva. Sólo la comunidad organizada, no el estado, puede generar una nueva forma de vida».

¿A quién se dirigía Buber? A una juventud que estaba descubriendo que no tenía ya espacio de desarrollo en las ciudades, que nadie iba a darle trabajo sino que debía «conquistarlo» por sí misma... y para eso «conquistar» la tierra, es decir, abandonar las ciudades e inventar una nueva forma de vida en el campo.

No suena muy distante del mundo que se presenta ante nosotros hoy. Eso sí, como entonces, hacen falta pioneros que den el primer paso.
La reforestación y el comunal

Citábamos ayer a Buber cuando aseguraba que «sólo la comunidad puede constituirse en poseedora responsable de las tierras en común». A raíz de eso un compañero nos envió inmediatamente un enlace a un paper recientemente publicado titulado «Los derechos de propiedad colectiva conducen al crecimiento de bosques secundarios en la Amazonía brasileña».

El paper en cuestión compara los resultados de las distintas formas de propiedad empleeadas en la reforestación de la selva amazónica en Brasil. Los resultados demuestran que el establecimiento de los nuevos bosques destinados a su explotación económica (llamados bosques secundarios) como comunal produjo un crecimiento de bosque secundario que, según el conjunto de indicadores que se usara, era un 2,21% o un 5% mayor que bajo formas de propiedad individual y estatal. Además, la edad promedio de estos bosques secundarios resultó alcanzar 2,2 años más según un conjunto estadístico y 2,8 años más según el otro.

Sea un 5% o un 2,21% de crecimiento extra y 2,2 o 2,8 años más de edad media, la diferencia con otras formas de propiedad representa muchísimo en términos de impacto económico, ecológico y climático. De hecho, los autores concluyen asegurando que:

«Juntos, estos hallazgos brindan evidencia del papel que pueden desempeñar los derechos de propiedad colectiva en el impulso para restaurar los ecosistemas forestales».
Turismo de aprendizaje y experiencia para la repoblación

Buscando experiencias internacionales de repoblación basadas en el comunal, encontramos este interesante paper: «Un desierto donde florece la cultura: los servicios de ecosistema cultural en los kibutz del sur de Arava».

El estudio analiza el impacto económico de la oferta cultural de tres kibutz en el desierto del Negev. La oferta en cuestión se centra en tres patas para su monetización: servicios turísticos (alojamiento, restauración, tours), formación/investigación y explotación del paisaje (fotografía, birdwatching, pintores amateurs). Además, los autores del estudio realizaron encuestas para saber si existía una disposición a pagar más por recibir información sobre el entorno, paisajes, etc.

Por hacerlo corto, sumado todo, entre los tres kibutz representa una suma nada desdeñable de ingresos anuales de 6.000.000 de dólares que se repartirían de la siguiente manera entre actividades y kibutz.
Pero tal vez por eso es muy interesante también comprobar lo que el estudio nos dice de las expectativas y deseos de los turistas que visitan estos kibutz.

Evidentemente hay variaciones significativas en función de la oferta y particularidades de cada kibutz. A cierto punto cada comunidad selecciona su público visitante a través de cómo se representa frente al exterior y de las ofertas formativas que realiza.

Pero algo llama la atención: a pesar de las diferencias, tanto el porcentaje de visitantes que quiere conocer de primera mano la vida en colectividad como el porcentaje que quiere hacer «birdwatching» es muy similar en las tres colectividades, sumando casi un 40% del total de visitantes.

Las actividades de aire libre y el disfrute del paisaje ascienden hasta el 50% pero como se ve en el gráfico dependen más del lugar y la comunidad elegida.

El interés por el judaísmo tiene menos interés para nosotros porque deriva de un fenómeno particular israelí: el kibutz fue la cuna de la cultura secular judía israelí, una forma de «ser judío» ajena a la religión. Por eso el desarrollo político y el creciente peso social del integrismo religioso hace atractivo para cierto público urbano «reencontrarse» con «los orígenes».
Además... Si queréis un foco más en detalle sobre los kibutz de esta región desértica y sus ofertas formativas y culturales, os recomendamos echar un ojo a las páginas del kibutz Lotan, muy centrando en temas relacionados con la sostenibilidad (agricultura ecológica, bioconstrucción, etc.) y a las del kibutz Samar, que compagina actividades educativas y de integración social para niños y formación en software desarrollado y comercializado por ellos mismos (cultivo del dátil, gestión fotovoltaica, etc.) que constituye su principal fuente de ingresos junto con el cultivo del dátil, una lechería ecológica, la carpintería/ebanistería, el diseño web y de folletería, la instalación de sistemas de energía fotovoltaica y el cultivo de cesped sobre arena.
El curso de la tecnología y el trabajo en comunidad

El reportaje publicado ayer en El País sobre las nuevas gafas de realidad virtual de Apple no transpiraba el habitual aire de «hype» y excitación que es habitual en estas crónicas. El periodista dejaba ver la razón cuando definía su uso como «una experiencia tristemente individual».

Por un motivo parecido aunque paradójico, las grandes tecnologías de consumo de los últimos 20 años -las redes sociales- están agotándose también. Tras el boom del «millón de amigos» queda un espacio social virtual atomizado y dolorido en el que reina la desconfianza hacia los desconocidos: los espacios públicos de discusión electrónica se han convertido en experiencias generalmente desagradables y el aparentemente inocente compartir de fotos e imágenes en una verdadera amenaza de salud mental, especialmente para los adolescentes.

A los grandes fondos que invirtieron en ellas les da igual: ahora van de cabeza a la IA, una tecnología construida con todos los datos de comportamiento recogidos durante estos años. Y la IA, fantasean, acabará con buena parte del trabajo en equipo. Incluso el puesto de trabajo será un lugar solitario, nos dicen, en casi cualquier ramo, ya trabajes en una fábrica, un hospital o una oficina.

La tendencia hacia la individualización del consumo -que es sobre todo cultural aunque se exprese dando forma a tecnologías- se ha convertido en angustia, atomización social y epidemia de soledad. Y lo peor está por llegar.

Por eso, «conquistar el trabajo» en su sentido pleno y recuperar el sentido de comunidad, van necesariamente de la mano. Y por eso es desde lo colectivo y el comunal que tiene sentido abrazar la causa de la repoblación. No se trata de estar atomizados en un nuevo escenario. Se trata de hacer algo nuevo y que aporte a todos. También a los que queden en la ciudad.