Noticias | Centro de Estudios Maximalistas
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Pero tal vez por eso es muy interesante también comprobar lo que el estudio nos dice de las expectativas y deseos de los turistas que visitan estos kibutz.

Evidentemente hay variaciones significativas en función de la oferta y particularidades de cada kibutz. A cierto punto cada comunidad selecciona su público visitante a través de cómo se representa frente al exterior y de las ofertas formativas que realiza.

Pero algo llama la atención: a pesar de las diferencias, tanto el porcentaje de visitantes que quiere conocer de primera mano la vida en colectividad como el porcentaje que quiere hacer «birdwatching» es muy similar en las tres colectividades, sumando casi un 40% del total de visitantes.

Las actividades de aire libre y el disfrute del paisaje ascienden hasta el 50% pero como se ve en el gráfico dependen más del lugar y la comunidad elegida.

El interés por el judaísmo tiene menos interés para nosotros porque deriva de un fenómeno particular israelí: el kibutz fue la cuna de la cultura secular judía israelí, una forma de «ser judío» ajena a la religión. Por eso el desarrollo político y el creciente peso social del integrismo religioso hace atractivo para cierto público urbano «reencontrarse» con «los orígenes».
Además... Si queréis un foco más en detalle sobre los kibutz de esta región desértica y sus ofertas formativas y culturales, os recomendamos echar un ojo a las páginas del kibutz Lotan, muy centrando en temas relacionados con la sostenibilidad (agricultura ecológica, bioconstrucción, etc.) y a las del kibutz Samar, que compagina actividades educativas y de integración social para niños y formación en software desarrollado y comercializado por ellos mismos (cultivo del dátil, gestión fotovoltaica, etc.) que constituye su principal fuente de ingresos junto con el cultivo del dátil, una lechería ecológica, la carpintería/ebanistería, el diseño web y de folletería, la instalación de sistemas de energía fotovoltaica y el cultivo de cesped sobre arena.
El curso de la tecnología y el trabajo en comunidad

El reportaje publicado ayer en El País sobre las nuevas gafas de realidad virtual de Apple no transpiraba el habitual aire de «hype» y excitación que es habitual en estas crónicas. El periodista dejaba ver la razón cuando definía su uso como «una experiencia tristemente individual».

Por un motivo parecido aunque paradójico, las grandes tecnologías de consumo de los últimos 20 años -las redes sociales- están agotándose también. Tras el boom del «millón de amigos» queda un espacio social virtual atomizado y dolorido en el que reina la desconfianza hacia los desconocidos: los espacios públicos de discusión electrónica se han convertido en experiencias generalmente desagradables y el aparentemente inocente compartir de fotos e imágenes en una verdadera amenaza de salud mental, especialmente para los adolescentes.

A los grandes fondos que invirtieron en ellas les da igual: ahora van de cabeza a la IA, una tecnología construida con todos los datos de comportamiento recogidos durante estos años. Y la IA, fantasean, acabará con buena parte del trabajo en equipo. Incluso el puesto de trabajo será un lugar solitario, nos dicen, en casi cualquier ramo, ya trabajes en una fábrica, un hospital o una oficina.

La tendencia hacia la individualización del consumo -que es sobre todo cultural aunque se exprese dando forma a tecnologías- se ha convertido en angustia, atomización social y epidemia de soledad. Y lo peor está por llegar.

Por eso, «conquistar el trabajo» en su sentido pleno y recuperar el sentido de comunidad, van necesariamente de la mano. Y por eso es desde lo colectivo y el comunal que tiene sentido abrazar la causa de la repoblación. No se trata de estar atomizados en un nuevo escenario. Se trata de hacer algo nuevo y que aporte a todos. También a los que queden en la ciudad.
#Novedades. Hemos creado un grupo público bajo el título «Colectividades, Comunales y Repoblación» que servirá también para poder comentar y abrir la discusión sobre los artículos, enlaces y notas de este canal.

Intentaremos hacer una moderación rigurosa para que spammers, newagers, conspiranoicos y blockchainers varios no os amarguen la fiesta de una buena conversación.

https://tttttt.me/comunales_repoblacion
Los enemigos de la agricultura y los desastres del «pesimismo antropológico»

Hace poco le decíamos a un amigo periodista que creía estar visitándonos en la Naturaleza que en realidad lo que estaba viendo, olivares tradicionales hasta donde se perdía la vista, sólo era Naturaleza en el sentido en que lo es el parque del Retiro o la Diagonal de Barcelona, no en el que seguramente él pensaba, el del Ordesa o el interior de Doñana. Le hizo mucha gracia que definieramos el olivar como una fábrica ecológica y parece que tuvo un momento de iluminación cuando le señalamos la cantidad de trabajo que había en lo que él debía de pensar que era «espontáneo».

Esa incapacidad para ver cómo el trabajo humano ha dado forma al paisaje y se ha entrelazado con lo vivo para crear agrosistemas inmensos y ricos en biodiversidad como el mar de olivos, va ligada a una oposición artificial entre lo humano y lo natural que parece estar en el centro de una buena parte del discurso ecologista y medioambiental.

La oposición artificial Humanidad-Naturaleza es algo más que una incomprensión o una tendencia, es un problema que agrava la crisis medioambiental y que va más allá de las fantasías de «rewildening» de grandes proyectos internacionales como Half Earth. Tiene un por qué y tiene unos beneficiarios.

Para los grandes fondos de inversión, el campo y su estructura de propiedad sigue teniendo un problema: la propiedad media no tiene escala suficiente y la actividad agraria, en sí misma, tiene demasiadas dificultades para encontrar ocupaciones rentables a la inversión. Siempre es más fácil encontrar nuevas tecnologías que aumenten la rentabilidad más arriba de la cadena alimentaria: en la transformación o en los servicios. Por eso tenemos el desastre de sistema alimentario que tenemos, con cada vez menos diversidad de variedades, productos acumulados en cámaras que viajan innecesariamente largas distancias y un creciente e insano protagonismo de la comida procesada en cada vez más países.

¿Qué sería lo ideal para los fondos? Fabricar literalmente carne en grandes fábricas. De ahí toda la perra con la «carne cultivada». Un proceso que necesitaría inversiones fabulosas para utilizar en instalaciones de gran escala las técnicas de cultivo y crecimiento de tejidos en laboratorio. La excusa hasta ahora había sido que produciría menos emisiones que la ganadería.

Ya había bastante mentira en eso, porque equivalían ganadería a peor ganadería intensiva. Pero la verdad es que cuando en la Universidad de Davis se han puesto a hacer los números resulta que era falsa la mayor: la carne cultivada en fábricas produciría más emisiones incluso que las peores formas de ganadería intensiva (otro producto por cierto de la sobrecapitalización forzada del campo).

Pero agárrense los cinturones, que hoy desayanamos con un reportaje en la revista Nature para echarse a temblar: el proyecto de desarrollar la tecnología necesaria para sustituir la agricultura por fábricas de frutas, verduras y vegetales.

El investigador y líder del proyecto argumenta la apuesta precisamente sobre una falsa oposición agricultura-Naturaleza.

«La agricultura actual es insostenible, con sus emisiones de gases de efecto invernadero y la destrucción de los hábitats de vida silvestre. La agricultura ahora ocupa la mitad de la superficie terrestre hospitalaria de la Tierra, a expensas de estos hábitats. Me preguntaba: si puedes cultivar carne sin un animal, ¿puedes cultivar fruta sin una planta? Esto podría hacerse en el interior, lo que podría ayudarnos a devolver algunas tierras agrícolas a la naturaleza»
La trampa es descarada. Primero la sobrecapitalización crea aberraciones ultraintensivas que queman el suelo, multiplican emisiones tanto por el uso de químicos como por arrancar raíces cada poco tiempo, secan acuíferos y destruyen la biodiversidad que la agricultura tradicional guardaba. Solo en olivar ultraintensivo hay miles de ejemplos cercanos. Luego, los mismos que crearon el problema nos traen una falsa solución y nos la venden como si fuera «un sueño»: abandonar campos para producir un sustitutivo en fábricas que requieren capitales gigantescos para ponerse en marcha y llegar a funcionar (y por eso les gusta, su negocio es colocar capitales).

Poco importa que, además, el «rewildening» pasivo que eso promovería fuera necesariamente destructor de biodiversidad y aumentara el problema climático y ecológico concentrando aún más la población. Una vez se ha machacado la oposición Humanidad-Naturaleza y se ha invisibilizado el trabajo humano de hoy y de siglos, la lógica es inexorable: un juego de suma cero en el que la supuesta utopía ecológica consistiría en eliminar la ganadería y la agricultura, concentrar aún más población en las ciudades y abandonar todo el espacio terrestre que se pueda al «rewildening».

El «pesimismo antropológico» de buena parte del ecologismo y del discurso hipócrita de los medios sólo sirve para justificar que lo mismo que creó los problemas los agrave ahora.

Por eso, cuando escuchamos cosas como «nos hemos cargado la Naturaleza» respondemos «¿nos? ¡Ah! ¿Tienes un fondo de inversión?» y por eso cuando la prensa interpreta el origen antropogénico del cambio climático como «la Humanidad es la causante del cambio climático», recordamos que la civilización industrial creada por las grandes dinámicas del capital no es lo mismo que «la Humanidad».

La crisis de civilización que vivimos no se va a solucionar a base de más capitalización, intensividad y fábricas de alimentos que sustituyan al trabajo en el campo. La quiebra de la relación Humanidad-Naturaleza no tiene que ver ni con viajes místicos en busca de un alma perdida, ni con la agricultura en sí. Culpar a la agricultura es culpar al trabajo olvidando las condiciones sociales que se le han impuesto.

Al final el místico, el pesimista antropológico y el fondo de capital reman hacia el mismo lado... el que empeora las cosas. La solución para lo que no es sino el resultado de una organización social contraproducente no está en negar el trabajo humano y condenar su capacidad de transformación como si fuera un pecado, sino en todo lo contrario: descubrir su centralidad y liberar su capacidad para convertir la falsa oposición entre nuestra especie y su medio en un metabolismo común y consciente.

El camino hoy no pasa por otro lado que el desarrollo del conocimiento tecnológico y científico al servicio de la sostenibilidad de los eco y agrosistemas, el trabajo asociado y las formas comunitarias de propiedad. Porque, como decía nuestro querido Buber y nos gusta repetir...

«Sólo la comunidad puede constituirse en poseedora responsable de tierras en común. Sólo el trabajo asociado puede ser el marco adecuado para la producción colectiva. Sólo la comunidad organizada, no el estado, puede generar una nueva forma de vida».
¿Por qué es tan importante crear una agenda cultural en los pueblos más pequeños?

Nadie va a mudarse o localizar al menos una parte de sus actividades o una temporada laboral en un lugar que no conoce. Así que lo primero para vencer la despoblación es ganar población flotante.

El primer gran proyecto de repoblación voluntaria que conocemos en Europa se basó precisamente en eso. Fue allá por el año 830.

Imaginad el cuadro. Un pequeño reino con 18.000 habitantes en la zona menos productiva de la península ibérica, encastrado entre dos potencias, el emirato de Córdoba -la mayor potencia tecnológica y económica europea con más de 2 millones de habitantes- y el imperio carolingio -8 millones de habitantes aproximadamente.

Reina un monarca relativamente joven, Alfonso, que a duras penas consigue contener a ambas potencias. Los cordobeses arrasarán su capital en un par de ocasiones y Carlomagno, al que conoce y al que intenta mantener a distancia diplomáticamente, no oculta el deseo de crear un espacio tampón en la península supeditado a Estrasburgo (la Marca Hispánica).

Alfonso no se llama a engaño. La diferencia demográfica y económica juega en su contra y con unas economía en decrecimiento no puede sostener un crecimiento de población que cambie las tornas o al menos le de mínimas capacidades para sostener su autonomía.

Pero en el 830 llegan noticias del descubrimiento de una tumba en los confines occidentales del reino que los locales atribuyen al apostol Santiago. Y Alfonso ve su oportunidad. Peregrina a pie para dar fe de la noticia. Moviliza al Papa. Convence a los francos para que envíen -y sostengan- a los gremios de constructores para levantar iglesias, hospederías... y algo muy importante: pequeños monasterios.

Los monasterios son comunidades de bienes, avanzadas en conocimiento y muy militantes en su propósito que reordenan el territorio poniendo a producir tierras yermas con su propio trabajo. Ellos serán la vanguardia de la construcción del nuevo tipo de espacio que quiere establecer.

Alfonso está convirtiendo su territorio literalmente, en una vía para peregrinos, la mayoría llegados del mundo carolingio, a cuyos gobernantes ha implicado en su propia seguridad haciéndoles olvidar las intenciones de conquista. Y sobre todo: ha cambiado la lógica demográfica de raíz. Muchos de los peregrinos no acaban de volver a sus tierras de origen, empiezan una nueva vida en algún lugar del reino. Consigo traen conocimientos técnicos, prácticas culturales y hasta aportes al vocabulario. El Camino transforma, ante todo, al territorio que lo articula y Asturias, que en apenas cien años se convertirá en el ambicioso reino de León, mantendrá durante casi tres siglos la mayor tasa de crecimiento poblacional de Europa.

Ahora traslademos esta experiencia, en absoluto anecdótica, a nuestra realidad.

Se trata de sacar el máximo partido de lo que nuestros amigos de Alma Natura llaman los «efectos multiplicadores» de las actividades culturales» y que como ellos señalan no se limitan a ganar atención sino que mejoran y transforman de hecho la vida en los pueblos.

No faltan modelos en pueblos con pocos habitantes: festivales de recreación histórica como el de Urriés (Zaragoza, 49 habitantes), pero también una guerrilla de actividades de aprendizaje como hace la asociación las Guindas en Castaño del Robledo (Huelva, 209 habitantes), y uno de nuestros favoritos, los erasmus rurales de Valverde de Burguillos (Badajoz, 300 habitantes).

Pero ¿podemos imaginar más? ¿Podemos convertir actividades formativas, encuentros y festivales culturales de todo tipo en un motor de población flotante durante los fines de semana del invierno? Creemos que sí... si conseguimos involucrar primero a aquellos que en ciudades y pueblos grandes son ya dinamizadores y creadores de actividades culturales interesantes.
Los comuneros estadounidenses: entre la igualdad de la colectividad y la cizaña de la identidad

En Twin Oaks, en la Virginia rural, a diferencia de la mayoría de las comunidades urbanas de «income sharing», no sólo se comparten ingresos. Twin Oaks se basa en el trabajo en común, es una colectividad. Los recursos de la comunidad son el resultado de su trabajo colectivo y se usan luego para sus proyectos y para satisfacer las necesidades de sus miembros.

Los recursos comunes son tanto el resultado de vender en el mercado los productos del trabajo colectivo (fabricación de hamacas, producción de semillas, tofu, lecha de soja...), como del trabajo directamente destinado a satisfacer las necesidades de los miembros, como la producción de alimentos en la huerta. Así que las relaciones entre los miembros se basan en el aporte y el aprendizaje común, no en compartir los ingresos que cada uno genera por su cuenta. Es conmovedor ver cómo los miembros de la comunidad se sienten orgullosos de ello y escucharles afirmar que no tienen ninguna necesidad de trabajar fuera.

El mundo de las colectividades es un mundo de iguales que aportan a la comunidad, y que, a través del trabajo colectivo, gana la capacidad de ser útil a todos y cada uno. Un mundo que no tiene nada que ver con que «los que están en el poder» se apropien de los resultados del trabajo de otros y los utilicen, no para satisfacer las necesidades generales, sino para servir a sus «intereses particulares».

Pero como las colectividades viven a contracorriente, siempre reciben amenazas desde todos los ángulos. Una de las formas de atacar y destruir el igualitarismo que las define es socavando su moral radicalmente igualitaria. Y eso está pasando ahora. El aluvión de las campañas feministas y racialistas en Estados Unidos, ha entrado en el mundo de las «comunidades intencionales» y dentro de éstas parece estar alcanzando a las colectividades y en particular a Twin Oaks. En su web, puedes ver una publicación sobre cómo Twin Oaks está «abordando el racismo» dentro de la comunidad.

Es imposible no alarmarse, pero... ¿En qué consistiría este racismo? ¿En impedir se unan miembros raza negra? ¿En discriminar a unos miembros frente a otros? Ni una cosa ni la otra. Básicamente se reduce a que la mayoría de miembros de Twin Oaks -como la mayoría de la población de EEUU- es de «raza blanca».

Los que se quejan del supuesto racismo de Twin Oaks argumentan que la comunidad es «racista» precisamente porque su lógica y su moral son en realidad radicalmente igualitarias... es decir, que no se «centra» en la identidad racial ni «ve» la «raza» de sus miembros sino que se basa fundamentalmente en satisfacer las necesidades de cada uno por igual.

En una colectividad, una persona se define por su voluntad de aporte, no por su identidad sexual, género, raza o nacionalidad. Ni siquiera nos definen, ni definen la relación de la comunidad con nosotros, las diferentes capacidades físicas o intelectuales de cada uno. No se trata de competir en aportes, se trata de que somos iguales en nuestra vocación y compromiso con ser útiles y eso nos hace grandes a cada uno.

Para nosotros, trazar divisiones artificiales entre los miembros de la comunidad es una aberración porque el sexo, el género, la raza, o la nacionalidad de una persona no tiene nada que ver con su voluntad de aportar tanto a la colectividad como a la familia, el entorno y todas las muchas comunidades de la que cada uno de nosotros es parte.

¿No entienden ésto los racialistas de Twin Oaks o en realidad la queja se produce por alguna aspiración a la que no estamos siendo sensibles?
En la portada de la FIC (Fundación por la Comunidad Intencional), el gran agregador de ecoaldeas, cohousings y comunidades intencionales en el que las colectividades estadounidenses están integradas) hay ahora publicada una entrada escrita por una chica lesbiana que vive en una «comunidad intencional». Se queja por la «falta de representación» de las personas LGBTQ+ en las comunidades intencionales.

Explícitamente reconoce su miedo, un miedo profundo, a «ser invisible» en la comunidad. Ese miedo es legítimo. Si alguien siente que su hacer es «invisible», que no es reconocido su aporte, algo marcha mal, cuando menos, en su integración.

Pero la cuestión aquí es que lo que exige que sea reconocido no es su aporte sino lo que considera su «ser».

El único, pero es que... la definición del «ser» de cada uno es algo que queda más allá de lo comunitario.

Podemos decidir el hacer juntos, podemos limitar haceres si los juzgamos dañinos o indeseables para la convivencia, etc. Pero no podemos someter «el ser» de cada uno a decisión y evaluación colectiva.

Cuando construimos con otros, su «ser» -que es lo que ellos consideren- no importa. Sólo importa aquello a lo que juntos damos forma conscientemente, movidos por objetivos comunes: el hacer. Nuestros compañeros son «nuestros», es decir, pertenecen y son reconocidos, tal y como «son», por pertenecer, por aportar, no por «ser» nada en particular.

Por eso la forma comunitaria de respetar y «reconocer» el «ser» de cada uno consiste precisamente en... ignorarlo.

Nunca debemos disculparnos por poner el trabajo en el centro de nuestra moral y de nuestra vida colectiva, porque es precisamente reapropiándonos de nuestro trabajo como podemos ser verdaderamente libres y reconocidos como iguales, no importa lo diferentes que «seamos» entre nosotros.
¿Qué hace el New York Times hablando de kibutz y colectividades?

El «Ezra Show» de esta semana, seguramente el podcast más popular del New York Times, se titula «Lo que nos enseñan las comunas y otros experimentos radicales de vida colectiva».

Su contenido revela el contexto en el que el interés por la vida en colectividad se replantea en los EEUU post-Covid: epidemia de soledad, inseguridad económica de las familias jóvenes y crisis de modelo de crianza.

Son estas tres cosas las que les llevan a descubrir que el modelo social basado en familias nucleares donde dos progenitores trabajan jornadas intensas y eternas y sufren permanente por no tener tiempo suficiente para las necesidades de atención de sus hijos «es en realidad una aberración que resultaría impactante en casi cualquier período histórico que quisiéramos observar».

En este marco, la demanda es de formas comunitarias que:

«Amplíen estas redes de cuidado y afecto para que no solo las personas se apoyen entre sí y, por ejemplo, apoyen a los hijos de los demás, -hablo mucho sobre la crianza colectiva de los niños- también se trata de compartir recursos de una manera que realmente beneficie a la comunidad, que realmente le dé a las personas de esa comunidad acceso a más recursos y, al mismo tiempo, derroche menos».

Siguiendo con el modelo del kibutz hacen un balance bastante correcto de la experiencia de crianza kibutziana. Resumiendo a lo bruto: la «República de los niños» y la responsabilidad colectiva de los adultos sobre todos los niños de la comunidad es un éxito a poner en valor, los dormitorios separados y colectivos solo para niños, fueron un fracaso. Se les olvida decir, eso sí, que sólo algunos kibutz tenían este tipo de dormitorios infantiles comunales (los vinculados al stalinismo), mientras que los de la rama original (Degania) nunca tuvieron ese tipo de problemas porque las parejas tenían, desde 1911 que nació el primer niño, habitaciones y más tarde bungalows propios dimensionados en función del número de hijos.

De modo muy interesante Klein y su invitada, Kristen Ghodsee, señalan que están normalizadas las formas colectivas de vida en la juventud (co-living) y en la jubilación (co-housing cooperativo de mayores) pero no en la edad en la que «más necesitaríamos la aldea» para ganar seguridad vital y económica y criar hijos. Y se preguntan por qué.

Ahí, vuelven al kibutz, su crisis y su revivificación bajo nuevas formas para hacer una reflexión interesante: al estar el kibutz original muy poco diversificado económicamente, los niños nacidos en el kibutz no tenían oportunidades de volver cuando estudiaban algo que no fuera de aplicación directa en sus colectividades de origen. Es decir, achacan la no extensión de las formas de colectividad a la falta de diversificación productiva. No es muy correcto históricamente en el caso del kibutz, pero en cualquier caso señala algo valioso e importante.
¿Qué sacamos en claro de toda ésta reflexión que aparece nada más y nada menos que en el medio más mainstream del mundo?

1. Que la crisis de civilización afecta a instituciones tan íntimas como la familia, la crianza y las relaciones comunitarias y que hay una demanda real de alternativas y soluciones constructivas que respondan a ese «hambre de comunidad» que es cada vez más consciente y explícito.

2. Que la experimentación medioambiental ha perdido centralidad. La inseguridad laboral y de ingresos, el miedo a la soledad y el agobio de unos modelos de crianza insostenibles, son el motor de este interés renovado en las formas de vida colectivas e igualitarias.

3. Que el horror y la vergüenza que dejaron a su paso el comunalismo sesentayochesco, hippy, místico y sectario (aberraciones de pijos desde el principio), ya no es la referencia principal y no evita la discusión... aunque desgraciadamente permanece el peligro de que sus descendientes -ecoaldeas New Age, conspiranoicos y survivalistas- desvirtúen de nuevo los conceptos y los términos.

4. Que a la hora de la verdad, cuando las preguntas responden a una necesidad social real, no es en las «comunidades intencionales» sino en las colectividades -en este caso su referencia más conocida, el kibutz- donde se buscan las respuestas. Incluso cuando las preguntas las hace en voz alta el medio mainstream más mainstream del mundo. No es por nuestros méritos sino porque al final, hasta el más reacio ha de reconocer la centralidad del trabajo.

Resumiendo, este podcast se une al conjunto de síntomas que apuntan a que está emergiendo un cambio cultural y que vienen cuestionamientos sociales importantes sobre el modo de vida.

Preguntas que parece que ahora sólo nos hacemos muy poquitos van a ser mucho más comunes en los próximos años. La propuesta comunitaria para entonces tiene que ofrecer algo más que ideas y micro-experiencias. Tiene que ofrecer un balance de su impacto, sus éxitos y sus limitaciones a la hora de enfrentar problemas más amplios como la despoblación, el desempleo juvenil o la vida después de los cincuenta.

Contamos contigo! 😉
La colectividad, la lectura profunda y el trabajo en silencio

En 2008, cuando Nicholas Carr publicó su famoso artículo preguntándose si «Google nos hace más estúpidos», casi nos ofendió. ¿Por qué iban a desaparecer la lectura profunda, la capacidad de concentración y el silencio alrededor del trabajo intelectual?

Nuestra propia vida demostraba lo contrario. Conocíamos Internet desde 1989, cuando era una curiosidad que probábamos los usuarios de BBS, teníamos conexión estable desde mediados de los 90, desde el 97 trabajábamos en Internet, sumergidos en la red todo el día, habíamos conocido Google desde sus inicios y en el cambio de siglo -cuando era todavía algo minoritario- habíamos sido los primeros en sacar un librito intentando entender y descifrar su algoritmo para obtener mejores resultados. Y ahí estábamos en 2008: leyendo libros, trabajando en silencio y cargando con una biblioteca ridículamente grande en cada mudanza, soñando con que llegara el día en que la tinta electrónica se comiera el papel y nuestra biblioteca se convirtiera en un disco duro.

¿Por qué iba Google a acabar con todo eso en la sociedad si no lo había hecho en nuestras vidas?

No pasaron ni 7 años del artículo de Carr y ya habíamos reconocido nuestro error. Fue la época en la que la crisis elevó hasta lo nunca visto el paro juvenil en España, así que abrimos en la cooperativa un programa de prácticas, que pagaba salarios «de verdad» no «de becario», con el fin de enseñar metodologías de análisis de información y técnicas de redacción a jóvenes que nunca habían trabajado, para que pudieran llegar con algo valioso en el CV a posibles empleadores. Hicimos decenas de entrevistas y tuvimos media docena de jóvenes para los que fuimos su primera experiencia laboral. No les ocupábamos en trabajos para clientes, no nos parecía bien ni por ellos ni por los clientes, así que lo único que pretendíamos ganar era la experiencia de encontrarnos cara a cara con la siguiente generación.

¿Y qué descubrimos? Que para la mayoría el conocimiento era, literal y expresamente, algo que podía reducirse a preguntas a Google. Que a los libros «no le encontraban el punto» porque no respondían a preguntas precisas. Y que les costaba un horror leer una novela o un ensayo sin interrupciones durante más de un cuarto de hora. Aunque alguno tuviera hasta un master, la cultura general era más bien escasita y la habían recibido en forma de curiosidades históricas o geográficas a través de la prensa, documentales -bastante malos- o de forma oral, en conversaciones con amigos y discursos de guías de viajes.

No sólo eso. La ausencia de una práctica de lectura al viejo estilo les hacía más difícil el tipo de concentración que necesitas mantener para trazar una red de agentes o causas en la cabeza mientras conectas todo con todo y encuentras una manera de explicar la complejidad sobre el papel que resulte asequible al que lo va a leer. Resultado: paraban y hablaban de cualquier cosa. Con los jóvenes de prácticas se acabó el silencio en el trabajo y la concentración de los demás.

En 2017 decidimos cesar nuestro programa de prácticas agotados entre otras cosas por la falta de silencio. Creo que esa fue la época en la que empezamos a llamar «escritorio» a la oficina. Un homenaje al silencioso «scriptorium» de los monasterios medievales.

Mucha gente que se nos acerca piensa que vivir en una colectividad es una versión extendida de un encuentro de amigos. Que se habla sin parar y las conversaciones son rápidas y chispeantes. Cuando llegan a nuestro escritorio y se dan cuenta de que durante las horas de trabajo las conversaciones son pocas, cortas y funcionales, centradas en tareas y noticias, se sienten inevitablemente defraudados. Deben pensar que la «comunidad de verdad» es lo que pasa a partir de la una, cuando el hambre nos va sacando del ensimismamiento y la conversación recupera espacio en cuanto alguien pregunta que vamos a hacer de comer.
En realidad son las dos cosas. El silencio es tan importante a la hora de hacer comunidad como la conversación, porque ambos son necesarios para ganar conocimiento. Hasta las universidades empiezan a darse cuenta de que deberían recuperar el «silencio monástico» si quieren que algo de la información que intentan transmitir a sus alumnos acabe calando en ellos. Silencio vocal y silencio digital. Al parecer lo de estar atendiendo redes sociales durante las clases se ha vuelto tan común que muchos profesores tienen por estrategia intentar «darle la vuelta» incentivando que los alumnos hagan participar en la clase a sus amigos invisibles del otro lado de la red. Así que no es de extrañar que la propuesta neo-monastizante, que ya apuntó en «Anatema» Neal Stephenson el mismo año del artículo de Carr, este provocando entusiasmo en una parte del profesorado.

El impacto de ChatGPT en las universidades americanas está siendo fuerte porque la mayor parte del trabajo de los estudiantes consiste en hacer pequeños ensayos y trabajos que, según dicen las encuestas ahora, como mínimo, esbozan con alguna IA conversacional.

Estamos un paso más allá del efecto Google que vaticinaba Carr. Si ChatGPT y sus sucesoras se incorporan a las mecánicas educativas como lo hizo Google desde la secundaria para la generación anterior, puede que para la mayoría de la próxima generación el conocimiento sea eso que preguntas a la IA. No exageramos. Lo que dicen los estudios es que a día de hoy, el uso generalizado de Google produce un «exceso de confianza» en la información recibida. A fin de cuentas si conocimiento es lo que me devuelve Google, lo que he leído es «la verdad». O eso reflejan otros estudios que muestran como esta particular relación con el conocimiento mediada por la tecnología dominante durante las últimas dos décadas refuerza prejuicios y esteriliza los debates.

¿Y todo esto... cómo nos afecta a las colectividades? De alguna manera nos devuelve al tema principal de «Anatema», la necesidad de que la colectividad esté más fuera que dentro del ruido social. Que se asome a él para entenderlo, no para dejarse arrastrar.

El camino no es el del «silencio digital» y menos aún la desconexión total, el famoso «off-grid» que muchas ecoaldeas y experimientos comunitarios ondean orgullosos. No se trata de aislarse del mundo. Se trata de que el ruido y la superstición no nos impidan pensar y aprender individual y colectivamente. Ruido son las «redes sociales», sobre todo cuando se convierten en «identidad digital» apremiante y exigente o cuando se las considera al nivel de los periódicos (por mucho que los periódicos se empeñen en bajar su nivel para acercarse a las redes sociales). Superstición es pensar que Google o la IA proveen de conocimiento.

Tenemos dos barómetros imprescindibles: el silencio en el escritorio y el tiempo de lectura «de verdad», el dedicado a los libros.
¿Qué buscan los jóvenes franceses?

Hoy Le Monde intenta explicar qué pasa con los jóvenes y la religión en Francia publicando una entrevista a un sociólogo muy conocido a la que han titulado «Entre los jóvenes, las religiones se están desmoronando pero las espiritualidades están floreciendo».

La primera parte del titular es constatable. «Declararse católico, musulmán, judío o protestante se ha convertido en una minoría entre los jóvenes. En 2018, entre 18 y 29 años, de cien personas, sesenta y siete se declararon "sin religión", quince católicos, trece musulmanes y cinco "otra religión"»

Pero la cuestión no es esa. Que la mayoría se defina «sin religión», no quiere decir que sean ateos. «No observamos una vitalidad excepcional del ateísmo entre los jóvenes no creyentes», observa el entrevistado, que sin embargo señala como hecho relevante que, entre la minoría que sigue mostrando interés por la religión organizada existe «una individualización de prácticas y trayectorias, y una religiosidad flotante, inestable, que busca palabras para expresarse y vínculos para vivir lo colectivo».

Esto es revelador y con total seguridad va mucho más allá de los interesados en lo religioso. La atomización y la individuación forzada no le gustan a nadie. De hecho el entrevistado dice que esa dificultad y necesidad de comunidad es el origen de «la proliferación, especialmente entre los jóvenes, de encuentros especiales y de tics de comportamiento religioso [en lo ceremonial] centrados en el estudio, la meditación, la expresión, las artes, el compartir... donde cada uno busca menos la verdad que una verdad que hacer suya».

¿Ha convertido la atomización social general a los jóvenes en carne de secta? A algunos puede que sí. Para otros, su búsqueda para superarlo les llevará a todo lo contrario. El resultado social va a depender también de las opciones y alternativas que se planteen.

Si todo lo alternativo a la atomización y a los entornos que los jóvenes entienden como ajenos es sectario (como ocurre ya en muchos barrios y pueblos) podemos imaginar que esa será su salida. Sin embargo, si tienen opciones que les permitan compartir, expresarse y aportar, opciones que les enseñen a convivir como iguales a través de trabajar en común en un proyecto, aprenderán a hacer comunidad y afirmarse en vez de esconderse tras las murallas más o menos melosas o agrias de lo sectario.

Por eso el teatro, el clown, la danza, vuelven entre la generación más joven. Por eso, necesitamos esas experiencias de cultura realmente activa en los pueblos. Y sabemos que funcionan. Dos ejemplos: nuestros amigos de la colectividad Tedua y su escuela clown en las cercanías de Burdeos y la escuela municipal de teatro de Guareña.

¿Podemos pensar en una repoblación rural sostenible sin un hacer para la generación a la que nos dirigiremos de aquí a 10 años? Creemos que no, así que las colectividades que nos metamos en ésto, que abracemos coherentemente la causa de la repoblación, necesitamos ser lanzaderas de cultura activa, también la orientada a ellos.
Lo que los comuneros podemos aprender de los fans de Taylor Swift (y de los rabinos)

Un grupo significativo de superfans de Taylor Swift ha informado que ha sufrido alguna forma de amnesia tras ir a un concierto de la cantante. En palabras del periodista de la BBC que relata los hechos:

«Pagas cientos de dólares por una entrada y te enfrentas a la lluvia torrencial para ver actuar a tu artista favorito en lo que debería ser una velada inolvidable. Pero tres horas y más de 40 canciones después, llegas a casa y te das cuenta de que no puedes recordar nada».

Olvidemos dos pequeños detalles. Primero que hablamos de Taylor Swift, cuyas canciones, seguramente un subproducto del entrenamiento de una IA que querían dedicar a ambientar gimnasios mal ventilados en Iowa, son perfectamente olvidables. Segundo, que en tiempos de crisis la gente se inventa todo tipo de cosas para que le devuelvan lo que pagó por una entrada.

Vayamos a lo importante: lo que dicen los psicólogos preguntados por la cadena es que no es nada extraordinario, que cuando una meta lo es todo para ti y la alcanzas, el hecho de alcanzarla representa más que los hechos concretos que estás viendo en ese momento y fácilmente «codificas algunos aspectos del evento en la memoria y otros no».

Según Forward, «un usuario de Reddit comparó su incapacidad para recordar la actuación con su boda, de la que dijo que fue tan abrumadora que no podía recordar nada al respecto». La revista, fundada en 1897 cuando la cultura jiddish florecía en Nueva York, tiene a mano un paralelismo bíblico de lo más interesante:

«En el Talmud , los rabinos comentan cómo después de la muerte de Moisés, Josué olvidó una gran parte de las leyes judías que Moisés le había explicado, y la halajá se perdió para el pueblo judío. (Como de costumbre, los rabinos talmúdicos no se ponen de acuerdo en cuántas; algunos dicen que fueron varios cientos de halajot, otros dicen que varios miles).

Sin embargo, la historia no se centra en la causa de la pérdida de memoria, sino en las consecuencias. Una y otra vez, el pueblo judío ruega a sus líderes que apelen al cielo, o a un profeta, para recuperar los conocimientos perdidos, pero una y otra vez se niegan. La Torá fue entregada en el Monte Sinaí, explican, pero ahora está en manos del pueblo: no habrá nuevos conocimientos de Dios y las respuestas solo pueden provenir del estudio y el trabajo arduo».

Y es con esta lectura, aparentemente extemporánea, cuando la cosa se pone interesante. ¿A fin de cuentas en qué están de acuerdo el Talmud y los fans desmemoriados de Taylor Swift?

Ambos nos cuentan que alcanzar el momento actual fue tan importante, una hazaña tan impresionante, que hemos olvidado buena parte de lo que habíamos aprendido antes de hacerlo, pero sabemos que para lo que viene por delante más nos valdría recuperarlo.

Pensemos en nuestra simpática especie: 350.000 años viviendo en comunidades minúsculas insertas en la Naturaleza pero constreñidas al máximo por ella. Toda la lucha es salir de ahí, poder crecer, dejar atrás la subalimentación y el miedo, conseguir reducir la mortalidad infantil, las enfermedades... Y en sólo 12.000 años, basicamente conseguimos desarrollar los medios para lograrlo. Pero, cuando era el momento de volver al punto de partida a lo grande, nos dimos cuenta de que habíamos olvidado dos cosas importantes: vivir como comunidad entre nosotros y vivir en comunidad con la Naturaleza. Ups! Después de la tremenda entrada que hemos pagado y las penalidades pasadas para llegar hasta aquí!

Y de nada sirve pedir ayuda a dioses, reyes ni tribunos, que decía la Internacional (o si eres rabino a los profetas, o si eres fan de Taylor a los psicólogos de apoyo escolar). La única manera de descodificar y reconstruir los recuerdos que no se grabaron convenientemente es a base de «estudio y trabajo arduo» (gracias, rabino).

Así que la buena noticia es que tenemos trabajo y estudio por hacer en abundancia. ¿Quién se apunta?